“Mejor
es el que domina su alma que quien conquista un reino”. (Salomón)
Al estudiar la
historia universal descubrimos que el hombre se ha empeñado en conquistar a
otros. Desde tiempos ancestrales el reconocimiento y poderío de los grandes
líderes radicaba en su capacidad para someter a otros poderosos. Los aztecas y
los tlaxcaltecas combatían para apoderarse de sus territorios; los romanos
expandieron su imperio por toda Europa, África y Medio Oriente; los franceses,
encabezados por Napoleón, obtuvieron triunfos históricos sobre otras naciones.
A la fecha vemos como dictadores (bajo el título de presidentes democráticos)
ejercen dominio sobre sus propios pueblos.
Pareciera que
el anhelo humano de ejercer potestad sobre los demás fuera un cáncer incurable
y genético. Todo esto con el afán de demostrar que somos valiosos y poderosos.
Sin embargo la
vida cotidiana nos enseña que el verdadero poder radica en ejercer dominio
sobre nosotros mismos, no sobre los demás. Recuerdo como hace unos cuantos años
un presidente centroamericano, el mismo año en que fue nominado al premio Nobel
de la paz, su esposa le solicitó el divorcio. Pienso también en gente sumamente
competente es el caso de un ex presidente norteamericano, quien a pesar de
haber sido reelecto en ese puesto (quizás el de mayor poder en el mundo
actual), no será recordado en la historia por su gran gestión sino por el
desliz sexual que tuvo con una joven becaria de la Casa Blanca. El hombre más
poderoso del planeta e igual de débil que cualquier simple mortal.
Ejemplos como
los anteriores me llevan a concluir que el rey hebreo Salomón tenía razón
cuando afirmó que implica mayor poderío ejercer control sobre nosotros que
sobre otras personas. Estoy convencido que los grandes logros y las terribles
derrotas de nuestra vida están relacionadas con qué tanto dominio propio ejercemos.
El control sobre nuestros gustos, deseos e incluso caprichos es clave para que
vivamos en paz, obtengamos felicidad y alcancemos nuestras metas. No existe un
sólo medallista olímpico que para obtener su presea no haya requerido controlar
su apetito, cuidar su estilo de vida, horas de descanso y haya tenido que
disciplinarse en sus entrenamientos. Una persona que desea mantener su salud,
mejorar su economía, sostener una amistad o trascender en la vida de otros,
también requiere del auto control. Mantenernos fieles a nuestros principios,
sueños y obviamente a nuestra pareja implica ejercer dominio propio.
También fue
Salomón quien afirmó que a nadie agrada en un inicio la disciplina, pero en el
mediano y largo plazo, produce frutos apacibles. El dominio propio es un
maravilloso regalo que poseemos las personas. Cuando lo ejercemos lo hacemos
crecer. Cada vez que decidimos postergar una gratificación personal u optamos
por hacer lo correcto en lugar de ceder ante seductores atajos inconvenientes
(desde repetir la dosis de un delicioso postre hasta aceptar un apetecible
soborno) fortalecemos y hacemos crecer el músculo de la voluntad, soporte
central del dominio propio.
Pensemos en
las cosas que más anhelamos alcanzar, esas metas, sueños y objetivos que anhelamos.
Le garantizo que para obtenerlas debemos ejercer control sobre nosotros,
requerimos disciplinarnos e incluso abstenernos de algunas actividades
agradables. En otras palabras, pagar un precio, el costo del dominio propio.
Para fortalecer esta área de nuestra vida le recomiendo iniciar con pequeñas
acciones, ganando batallas ligeras sobre nosotros mismos: comer un poco menos;
no servirnos nuevamente un platillo; abstenernos de comprar lo que no
requerimos; tomar un tiempo diario para ejercitar nuestro cuerpo o hacer
oración; leer veinte minutos cada noche; levantarnos quince minutos más
temprano; detener nuestras palabras hirientes; forzarnos a dar las gracias y
disculparnos en los pequeños detalles; ahorrar una cantidad cada mes o semana.
Estos son ejemplos
sencillos para ejercitar nuestra voluntad. Quizás le parezcan insignificantes
pero le aseguro que no los son, pues las grandes guerras sobre nuestra
naturaleza se obtienen a través de ganar pequeñas batallas. El imperio romano
no se construyó con el triunfo de una gran guerra, sino con la conquista
paulatina de pequeñas batallas.
Recordemos
el precepto universal que nos enseña que quien es fiel en lo poco, lo podrá ser
en lo mucho.
Autor: Lic. Rafael Ayala
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